Temple bar
Dublin, Ireland
A veces hay luz en la Europa del norte. A veces esa luz viaja o se transforma y da de bruces contra el color de un muro. Los colores. Esa pared es un grito sin objeto, como un disparo al aire, un descanso en los ojos o en la sombra. Un alivio después de construcciones de piedra y de pizarra. Aunque no es cierto que Dublín tan gris. No es cierto si es diecisiete de agosto y sientes (y en realidad es claro, está ahí, todas las flechas lo marcan) que estás en el camino. Que por una vez no es la periferia ni los márgenes, que Dublín tiene calles y las paseas por el centro justo de las calles, que caminas por donde ha de caminarse y se proyecta contra el muro la sombra (porque hace sol, es diecisiete de agosto en Dublín y hace sol) de toda esa conjunción de pronombres personales. Y disparas sin objeto, sin atender a las líneas, sin darte cuenta ni siquiera de que tienes la cámara, de que disparas. Disparas nada más por el impulso, la necesidad imperiosa, inaplazable, de plasmar la exactitud con que caminas , con la que sigues flechas hacia el centro, con la que Dani, hecho de luz y de pronombres, sonreía hace un minuto al otro lado.
Hasta pronto M, me debes una cena.